domingo, 12 mayo 2024
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La ausencia estatal condena al ostracismo a vecinos de 11 de Abril y San José de Cacahual

Una falla de electricidad que ya supera los 100 días profundiza las carencias preexistentes en una de las comunidades más remotas y olvidadas por las autoridades del municipio Caroní.

@mlclisanchez 

Franklin escuchó un golpe seco contra el suelo y un quejido de dolor. Con el trasnocho se había quedado dormido y no escuchó que su hermano Luis Enrique, de 48 años, le estaba pidiendo ayuda para ir al baño en medio de la oscuridad de la noche, y la falta de alumbrado eléctrico. Trastabilló y su cuerpo impactó contra el suelo. Esa es la escena que más lo incomoda cuando recuerda todo lo que ha tenido que pasar desde que hace 100 días todo se apagó.

Las noches son los momentos más críticos y estresantes para Franklin y sus dos hermanos discapacitados, debe montar guardia en vela, atento a lo que necesiten. “Es fuerte”, se limita a decir. “En la luz puedes ver, pero ¿cómo resuelves en la oscuridad?”, cuestiona.  

Luis Enrique, con una sonrisa permanente y de mirada perdida, tiene un grado de sordera y epilepsia. Es quien más requiere su atención porque no puede caminar o asearse solo. Su hermana Orelis, de 55 años, tiene una condición que Franklin desconoce, algunos vecinos sospechan que es autismo.

A diario, el hombre debe comprar los alimentos que él y su familia comerán en el día para no correr el riesgo de que algo se pudra, pues no todos los días les alcanza para comprar un saco de hielo que conserve la comida que, además, es costosa. No le queda más remedio que pedirle a un vecino que le guarde algunos alimentos en su nevera.

“¿Cómo resuelves en la oscuridad?”

“¡Vecino(a)!, guárdeme esto en su nevera”, es la frase más famosa de la calle Ayacaunare en 11 de Abril y frontera con San José de Cacahual, en Ciudad Guayana. Desde que el 22 de octubre de 2020 se quedó sin electricidad porque dos transformadores eléctricos de la planta principal se averiaron.

La Corporación Eléctrica Nacional (Corpoelec) sigue sin resolver el problema que impactó como nunca antes la dinámica diaria de las más de 100 familias afectadas. “No hay transformadores”, responden en seco los funcionarios sin mayores explicaciones.

La familia de Franklin López es una de las que, por falta de recursos, aún no se conecta -irregularmente y arriesgándose a una sobrecarga de electricidad- al transformador eléctrico del sector más cercano -a 150 metros-, que aún funciona.

El interior de las casas parece un cementerio de electrodomésticos. Algunos bombillos titilan, esa señal permite distinguir a las casas que improvisaron una conexión con los postes eléctricos de los sectores vecinos y, por lo tanto, tienen destellos de corriente eléctrica que apenas permite encender los bombillos y poner a cargar los teléfonos.

    La falta de electricidad mantiene a los vecinos comprando bolsas de hielo a diario o resguardando alimentos en otras casas | Fotos William Urdaneta

Tras 100 días sin luz de los negocios solo quedan los carteles

Así sucede en la casa de la vecina Iraida. Si Iraida Delcini prende la hornilla eléctrica para cocinar se le apaga la nevera. Si utiliza la nevera no puede prender la lavadora. Si algo ha aprendido en estos 100 días es a coordinar el uso de electrodomésticos.

En los 20 años que tiene viviendo ahí, nunca había pasado por algo parecido. Eso sí, la electricidad fallaba al menos cuatro veces a la semana, y cuando se iba lo hacía por tres o cuatro horas.

Cansada de estar a oscuras, luego de tres meses del apagón, en diciembre logró comprar 200 metros de cable y pagar a alguien para conectarse. Era eso o ver cómo a diario la comida que le costaba comprar hervía de un momento a otro, entre gusanos y moscas.

Frente a su casa está el poste con los transformadores chamuscados. Es imposible que los vecinos no lo miren, preguntándose si en algún momento los cambiarán por unos nuevos, y reparar las guayas de alta tensión que se han cruzado en los tendidos eléctricos.

“Era horrible, el calor, las plagas, el olor concentrado a cloaca. No se puede vivir así”, dice Iraida. Ella es una de las primeras que intercepta a cualquier trabajador de la prensa, o de algún gabinete gubernamental, con una carpeta manila en la mano y las siete cartas que han escrito y firmado los vecinos para entregárselas al gobernador del estado Bolívar, Justo Noguera, a Corpoelec, a la Defensoría del Pueblo, y a cuantos diputados crean que puedan solucionar el problema, pero que nada hicieron.

Cada realidad es dura a su manera. La de vecinos como Rexis Antón, de 53 años, que con té de catuche trata de mantener a raya las subidas de tensión que le provocan los golpes de calor y el colapso de los servicios públicos donde vive.

O la de Rosmán Javier, de 18 años. Tras el apagón en su sector perdió el semestre en el Instituto Universitario de Tecnología Industrial Rodolfo Loero Arismendi (Iutirla). Iba por el cuarto semestre de Diseño Gráfico, y por más que intentó cumplir con sus asignaciones vía WhatsApp cuando tenía señal, no poder acudir a las clases virtuales sentenció su continuidad.

Amílcar Santaella, de 62 años, junto a su esposa dependían de la venta de helados y hielo. Ahora no pueden trabajar al ritmo de antes porque la corriente no es suficiente para mantener el congelador encendido.

“Se vende teta”, “se vende hielo”, versan los carteles colgados en la mayoría de las casas de la calle Ayacaunare, algunos con la letra desteñida por el tiempo. Después de 100 días sin luz de los negocios solo queda eso: los carteles.

“El agua no se va, llega”

La ausencia de electricidad solo profundizó las carencias preexistentes. Desde hace más de cinco años, por las tuberías de estas casas no corre el agua por más de dos horas al día.

Incluso cuando en enero Hidrobolívar anunció la reparación de la estación de rebombeo y la instalación de un nuevo motor en Golfo 3 del acueducto Macagua – San Félix que surte de agua a la parroquia 11 de Abril.

    Quienes dependían de hornillas eléctricas apelan a la leña para cocinar

El “Estado Mayor de Servicios Públicos” no existe para la comunidad. La mayoría de las familias tenía un tanque que, con el apagón, también dejó de funcionar. Cuando los chorros empiezan a aparecer en las tuberías rotas por los mismos vecinos, las familias se organizan para recoger agua en las tomas de las viviendas a las que llega, generalmente en la madrugada.

Cojeando de una pierna, a Claudio Marksman, de 43 años, se le puede ver todos los días cargando tambores de agua en una carretilla fabricada, recorre entre tres y cuatro cuadras. En plena cacería de agua potable, Claudio y su tío Rafael Marksman consiguieron una fuente de empleo: cobrar por cargar agua y llevarla a las familias que no salen a recoger.

No es lo único que los Marksman hacen para resolver sus dificultades cotidianas, propias de una de las comunidades más remotas y olvidadas por el Estado en Caroní. Aquí la gente se tiene a sí misma.

Una parrillera rudimentaria construida con un cilindro de metal abierto por la mitad en horizontal, con cuatro patas soldadas, una reja en medio, y madera ardiendo donde debería haber carbón, es la cocina de Rafael y su familia.

Las hileras de madera cortadas al filo de un hacha también fabricada por él con metal de ballesta, delatan que hace tiempo no cuenta con gas doméstico: a la barriada no llega un solo cilindro de gas de Pdvsa desde hace cuatro meses.

Para recoger leña, Marksman y su familia van con carretillas desde su casa hasta la entrada de la represa de Macagua, a tres horas de recorrido a pie. Sin electricidad para cocinar con hornilla eléctrica no se puede preparar nada con otra cosa que no sea leña, a menos que puedan costear una bombona a 10 o 30 dólares en el mercado negro. Es esa la dinámica que impuso la debacle de la producción y distribución de los derivados de petróleo en Venezuela.

Cloacas de lado y lado

Aparte de dormir a oscuras, acalorados y espantando zancudos. A los afectados los acompaña un intenso olor a cloaca las 24 horas del día. Las aguas residuales fluyen libremente y a diario a ambos lados de la calle porque el sistema de aguas residuales también colapsó.

Las seis bocas de visita que hay en la calle Ayacaunare están desbordadas, Hidrobolívar no sanea el lugar desde hace tres años, por eso Rafael y una cuadrilla de al menos 15 residentes se ocupan de sanear lo poco que pueden: con palas, arena, y quizás, alquilar un camión vaccum reuniendo entre todos, como hicieron en diciembre. Pero las tanquillas siempre vuelven a desbordarse, y con ellas la paciencia de los vecinos, unos más afectados que otros.

 
Desde hace más de cinco años por las tuberías de la comunidad no transita una sola gota de agua por más de dos horas al día
 

“Nos hemos metido dentro de la tanquilla, hemos pasado todo el día sacando lo que consigamos en la boca de visita, porque no podemos hacer más nada”, dijo Rafael. Mencionó que la última vez que Hidrobolívar hizo un trabajo allí no funcionó.

Un pozo de excrementos es lo que Roxis ve a diario al salir de su casa. Aunque el olor nauseabundo le provoca arcadas, lo que más le preocupa es que sus nietos, y los demás niños de la barriada, se enfermen por la contaminación cuando salen a jugar.

La mujer relata que es común ver enfermedades de la piel, vómito y diarrea, y aunque no hay certezas de que así sea, ella lo atribuye a las aguas estancadas y a las excreciones dispuestas en la calle.

El colapso de los servicios públicos en la comunidad provocó que los vecinos, que tienen la posibilidad, pasen más tiempo en casa de sus familiares que en la suya. Algunos hogares quedaron custodiados, pero vacíos y a oscuras.

“A nosotros nos olvidaron, se acuerdan es en las elecciones”, piensan los afectados.

 
Las seis bocas de visita que hay en la calle Ayacaunare están desbordadas, Hidrobolívar no sanea el lugar desde hace tres años