viernes, 29 marzo 2024
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Un único libro

Quizás exista un único libro y el resto no sea más que contrapunto, variación y reescritura. Por eso leer es adentrarnos en un laberinto de voces que nos susurran.

@diegorojasajmad 

De niño pensé que era suficiente con leer un único libro. ¿Para qué más? Esta idea surgió cuando oí decir que la literatura era una gran cadena de vínculos, una inmensa red de temas e historias, y que en una sola obra pueden encontrarse todos los libros del mundo, los pasados y los que aún están por escribirse.

Me pareció genial esa idea. Con ella me ahorraría varios sinsabores y así tendría tiempo para hacer lo que más me gustaba: jugar fútbol y recolectar piedras del lecho del río. No esperé más y me dirigí a la pequeña biblioteca de mis padres a elegir la obra que me serviría para el experimento.

(Una biblioteca es una colección de proyectos inacabados. Los libros se amontonan esperando el momento propicio que permita encararlos y, apenas se despachan unos ejemplares, ya otros tantos han entrado a formar parte de los anaqueles. Es una tarea de Sísifo que nunca parece tener fin. Lo supo Borges cuando habló del “libro de arena”, aquel escalofriante ejemplar que no tiene fin y cuya lectura puede llevarnos a la locura).

Si entendí bien, no importaba mucho la extensión ni el género de la obra. Sea cual sea su tamaño o su formato, una obra siempre está construida sobre las anteriores, y los libros no son más que apologías o refutaciones de un libro primigenio, libro del que no sabremos nunca más sino a retazos, por las reminiscencias que permanecen en las páginas de los libros posteriores.

¿Importará el tema? Quizás no tanto, pensé, pues también escuché decir que, si se va a lo esencial, serían solo tres o cuatro los temas que toda la literatura ha trabajado en toda su existencia: el amor, la muerte, el viaje, la guerra… Así que, tras un tinmarindopingüé, seleccioné un ejemplar de tapa dura, verde, y lo llevé a mi cuarto.

(Cuentan Finó y Hourcade, en su hermoso texto titulado Tratado de bibliología, que “El primer libro con una portada completa semejante a las que hoy utilizamos fue el Kalendario de Juan de Monteregio, o Juan de Koenisberg, impreso en 1476 por Erhart Ratdolt, Bernhard Pictor y Petrus Loslein, en Venecia”. Los libros cuentan también otras historias, como la material, la de su hechura, que es la de cómo el soporte ayuda al autor a encontrar nuevos lectores).

Tomé el libro y lo abrí como quien espera dejarse llevar por la corriente de un río. Seguí las formas de las letras, el olor del pegamento, me deleitaba con el sonido que hacían las hojas al pasarlas, el tamaño del volumen, las ilustraciones… Admiré una enorme e intrincada firma que el dueño anterior del libro había estampado en la primera hoja… El libro se convirtió en un dispositivo de sensaciones.

(En cierta ocasión la filósofa española María Zambrano se topó con la reproducción facsímil de la firma de San Juan de la Cruz. El carácter de las líneas y la ondulación de los trazos generaron en ella una serie de reflexiones que le llevaron a afirmar que: “Sin duda alguna que debemos el esplendor de la firma de San Juan de la Cruz al siglo en que vivió, e igualmente así hubiera sido en los siglos que siguieron hasta llegar a ese momento difícil señalable del siglo XIX en que las firmas se simplifican y hasta se anihilan. Se diría que a medida que la presencia y exigencia del individuo crece, la manifestación de su nombre propio se va reduciendo, desencarnando diríamos”).

Ya sumergido en la historia, pasé por todas las posibilidades del espectro de las emociones: me indigné, lloré, me conmoví, me alegré y me volví valiente… Tras cada página, tras cada capítulo, mi interés se acrecentaba y el asombro también aumentaba al descubrir lo que había perdido por no acercarme antes a los libros… Pero me reconfortó saber que con la lectura ese solo libro ya tenía para toda la vida. 

(El monstruo de Frankenstein, mientras deambulaba por el bosque en busca de alimento, se encontró abandonada una bolsa que contenía ropa y algunos libros. Con esos libros aprendió a leer, a razonar y a darle sentido al mundo. Esos libros fueron El paraíso perdido, de Milton, Las vidas paralelas, de Plutarco, y Las desventuras del joven Werther, de Goethe. La religión, la política y los sentimientos. Lo metafísico, lo social y lo subjetivo. Tres planos con los cuales el monstruo pudo construir una realidad).

Logré cursar todo el bachillerato sin acercarme a otro libro –no fue muy difícil hacerlo, pues los profesores no mandan a leer, y con los apuntes y las “guías” era suficiente–, y ahora, cuando veo a alguna persona que lleva más de un libro bajo su brazo, siento por ella una profunda lástima pues sé que todo fanático de la lectura no es más que un lector sin rumbo que no ha conocido aún mi secreto: un lector es aquel que busca lo que no sabe que ya ha encontrado con el primer libro.

(Hay un afán de abismo en los buenos libros. Una caverna de papel contenida entre dos tapas que repite en eco la voz de los lectores y autores anteriores).

Sin embargo, de vez en vez echo de menos aquella extraña sensación de la infancia y, con esperanza, intento buscar en otros textos los rastros de aquel viejo y ya perdido libro de tapas verdes… 

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La puntuación por sobre todas las cosas: “El haber tocado los pies de Cristo no es disculpa para las faltas de puntuación. Si un hombre escribe bien solo cuando está borracho, le diré: emborráchate. Y si me dice que su hígado sufre con ello, le responderé: ¿qué es tu hígado? Es una cosa muerta que vive mientras tú vives, y los poemas que escribas viven sin plazo”. Fernando Pessoa

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