jueves, 18 abril 2024
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Aumentan los subsistemas económicos regulados por colectivos, como alternativa para sobrevivir el día a día

Mientras el bolívar se deshace entre las manos de la gente, mecanismos como el dólar chiriqueño, se convierten en la alternativa que permite a muchos llevar comida o medicinas a sus hogares. | Foto William Urdaneta

@mlclisanchez

Venezuela lleva tres años en hiperinflación. En una economía distorsionada en la que cada quién busca sobrevivir a la inflación y en la que se utiliza el dólar como salvavidas. Son quienes no perciben ingresos en divisas quienes reciben el golpe más fuerte, pues dependen de las formas de pago en bolívares que cada vez valen menos: salario mínimo, pensión y bonos del gobierno.

El salario mínimo no cubre ni 0,80% de la canasta básica alimentaria, y mientras el bolívar se deshace entre las manos de la gente, surgen subsistemas económicos que nacen del seno de la propia población y cuyas tasas también están controladas por grupos armados irregulares denominados colectivos.

Figuras como el dólar chiriqueño son reflejo de cómo la población recurre a sistemas distorsionados para sobrevivir a una hiperinflación propiciada por el Estado. Dólar chiriqueño le dicen los lugareños, porque en el Mercado Municipal de Chirica, en San Félix estado Bolívar, su precio -pagado en bolívares en efectivo- es más bajo que en otros mercados municipales de la zona, lo que influye en el precio de los productos que se encuentran más económicos ahí, que en los supermercados o bodegones.

El precio del dólar a las afueras de Chirica vale poco más de la mitad del precio del dólar paralelo (o dólar a precio de página), es decir: cuando el dólar paralelo vale 2.131.612 bolívares, el dólar chiriqueño vale un millón de bolívares en efectivo. Aquí el monto también suele estar cien o doscientos mil bolívares por debajo del precio del dólar en efectivo que en otras alas informales de los mercados municipales de la zona.

Para llevar comida a la mesa día a día, hay que formar parte de la dinámica. “Aquí los cuerpos policiales no mandan, aquí manda la economía de los colectivos”, dice un ciudadano que acudió al mercado para comprar lo que normalmente no puede comprar en un establecimiento comercial formal: pescado, arroz y harina de maíz.

Y lo dice porque es un secreto a voces que los autodenominados colectivos cobran a los vendedores informales un porcentaje de sus ganancias (vacuna), para permitirles seguir vendiendo en el mercado.

Pese a los tiroteos que con frecuencia ocurren, y la aglomeración exagerada de personas antes y después de la pandemia por COVID-19, Chirica sigue siendo la mejor opción para comprar comida el día a día. De hecho, es la única forma en que la mayoría de las personas puedan comprar algo de proteína en la semana.

“Si quiero comprar un pescado que en efectivo vale 1.200.000 bolívares, por punto de venta me vale mínimo cuatro millones… no puedo pagar eso”, comenta. El hombre, técnico en electricidad industrial y trabajador de planta de pellas de CVG Ferrominera se quedó sin trabajo al inicio de la pandemia, y ahora hace puntos de electricidad a domicilio.

La gente sobrevive como puede, mientras el bolívar cada vez vale menos, y el salario mínimo siempre acaba por debajo del dólar. El año 2020 finalizó con la caída del salario mínimo más estrepitosa de los últimos 20 años, y solo en febrero, la canasta básica familiar costó 535 millones de bolívares (282 dólares).

Todo mientras al vaivén del precio del dólar se suman los precios especulativos por el afán de ganar una carrera a la hiperinflación que, casi siempre será contrarreloj y que sentenció la dolarización de facto en el país.

“Es que en los aranceles lo clavan a uno con los precios”, dice León Reyes, de 50 años mientras sostiene bolsas en ambas manos. “Yo vine con cinco millones de bolívares en efectivo (5 dólares chiriqueños / 2,3 dólares precio de página) y me está rindiendo”.

El ala informal del Mercado de Chirica es el sitio donde algunos alimentos y medicinas son accesibles para quienes dependen de la economía en efectivo

Pero eso de conseguir los productos más económicos es a veces un espejismo: se ahorra en algunos alimentos como las verduras y ciertas proteínas, pero en ocasiones no es mucho lo que se ahorra comprando productos como pasta, aceite, carne de res, pollo o huevos. Con este sistema la línea a veces es borrosa.

Para comprar y que le resulte mucho más económico, Reyes trata de conseguir cinco o 10 dólares para venderlos en efectivo. Eso porque no es lo mismo vender un billete de 20 dólares en efectivo, que vender uno de cinco o 10 dólares.

Otra arista del subsistema: por ser billetes escasos, se pagan un poco más caros que los dólares de mayor denominación, y eso le permite a la gente con un poder adquisitivo cada vez más reducido por la inflación, adquirir más alimentos. Aquí nadie quiere perder.

Lo que Reyes llevaba en sus bolsas de mercado es a veces lo máximo que puede comer: seis kilogramos de yuca, un kilogramo y medio de huesos rojos y una bolsa de aliños. “Para todos nosotros es más factible… pero esto nos va a llevar al caos, hay que rastrear el sencillo, ¿qué va a hacer el gobierno con (por) nosotros?” dice.

Por cada paca, un producto

Edward Espósito, de 35 años, a diario se para en una esquina del mercado para comprar dólares al precio chiriqueño. Lo hace porque luego compra mercancía en el primer abasto asiático en el que consiga pacas de alimentos al menor precio posible.

En las tardes, junto a dos compañeros, revende los productos comprados, en una esquina de La Económica, en San Félix, a 15 minutos del mercado de Chirica.

Hoy, en sus manos lleva dos pacas de billetes de 50 mil bolívares que a las 10:00 de la mañana no ha logrado vender. “Uno pasa todo el día en esto, hasta la noche, y a cada paca lo que se le gana es un millón (un dólar chiriqueño), a menos que sea aceite, a ese se le ganan entre dos y tres dólares y lo hacemos para comer día a día”, dice.

Así ha hecho desde hace tres meses. El negocio surgió en pandemia cuando él y sus compañeros no pudieron seguir dedicándose a la venta de casabe, porque el flete ya no era rentable: las ventas bajaron considerablemente, y los precios por la escasez de combustible también iban en aumento.

El hombre explica que antes podía comprar hasta 800 paquetes de casabe, en un flete de la vía a Upata que costaba entre 50 y 60 dólares. Los paquetes le generaban una ganancia de entre 20 y 30 dólares cada tres días.

“Antes servía, porque vendías esos paquetes en dos o tres días y te ganabas tus 20 dólares rápido, ahora no, ahora puedes pasar dos o tres semanas con esos mismos paquetes. Gastas más de los 20 dólares en comida y ya no funciona”, lamenta.

Del negocio informal que por mucho tiempo fue el salvavidas de la familia, solo quedaron algunos clientes fijos. Ahora, a cada paca de alimento le gana entre uno y tres dólares diarios, que, si bien no alcanzan para costear medicinas o vestimenta, alcanzan para comer.

“Para lo que uno le gana y consume es tremendo, yo tengo tres hijos… cada quien tiene que comer, o buscar cómo sobrevivir”, dice. Cuando llega a su casa, para poder estar con sus hijos se quita la ropa, se baña, y finge que no estuvo todo el día en un hervidero de posibles casos de COVID-19.

Su faena, y la de todos los que se dedican a la reventa de alimentos, no termina cuando logran comprar dólares al precio chiriqueño. Luego inicia el recorrido para encontrar un abasto asiático o árabe en el que los precios especulativos no pulvericen la ganancia mínima. “Claro, hay quienes reciben el dólar más caro, a 2.050.000 Bs. (aunque esté a 1.930.00 Bs. a precio de página) y hay pocos -y tienes que caminar muchísimo- que te aceptan el billete a 1.200.000 Bs. o 1.100.00 Bs.”.

Con papel, lápiz, calculadora y ganas de caminar se acude diario a los abastos en medio de la distorsión económica en la que todos buscan cómo ganar. “Si yo llevo a los chinos (abasto asiático) 10 dólares, pero en bolívares en efectivo, tendría que gastar, por ejemplo, 12 millones (si anclan el dólar a 1.200.000 Bs.). Pero si yo compro de una vez el billete de 10 dólares aquí (al precio chiriqueño de un millón) y compro la paca, me quedan dos millones de ganancia, por eso vengo”, explicó.

Los vendedores informales sacan pocas ganancias de la venta de comida. Otros optan por dejar de hacerlo para revender medicamentos sin permiso

“No nos traiga su billete de 20.000 Bs.

“Sobrevivimos, así es que compramos al menos pollo y pescado”, expresa Josefina Maneiro. Su puesto en el mercado también es reciente. Ella trabaja con la meta de ganarse un artículo por cada paca que vende a diario. “Nos tocó trabajar así. Hoy estamos aquí, mañana no sabemos, somos ambulantes. Lo que salga para llevar comida a nuestra casa, lo que Dios nos permita vender, lo vendemos”.

Maneiro explica que desde que los abastos asiáticos y árabes no reciben el billete de 20.000 Bs., los venderos informales tampoco pueden hacerlo. Y desde que sucedió, las ventas de todos han disminuido porque deben aumentar los precios de 50 mil en 50 mil antes de que este billete también desaparezca y porque los billetes de 20.000 Bs. son los que más tiene la gente. “Pero esa decisión viene de arriba, nosotros solo somos soldados”, comenta.

En Chirica la proteína no es tan incosteable si se cuenta con efectivo. El pescado se consigue en 1.400.000 o 1.200.000 cuando en un supermercado cuesta mínimo cuatro millones. También se puede conseguir harina de maíz en 700.000 Bs. cuando normalmente ronda los dos millones. También se consigue harina a 350.000 Bs. si es artesanal. “A veces toca comprar la artesanal, aunque sea mala porque la cuestión no da, pues”, dice Henry Martínez, vendedor informal de artículos de higiene personal.

Y es que no a todos los vendedores informales les alcanza para comprar una proteína que no sea pescado. En el mercado, a veces si tienes una mesa con demasiados productos, corres el riesgo de que se te haga difícil venderlo todo y asegurar la comida del mediodía. “Para pollo no se puede y para carne tampoco”, dice Martínez. Asegura que sus ventas también disminuyeron al menos 60% cuando dejó de aceptar los billetes de 20.000 Bs.

“Pero bueno, hacemos lo que podemos, tenemos que comprar el dólar a ese precio (chiriqueño) para no quebrar los negocitos que tenemos”, dijo. “Yo tengo cinco hijos que mantener, que dependen de mí, todos estamos igual”.

Dejar de asistir al mercado no es una opción, aunque quieran huir de los contagios por COVID-19. Los vendedores informales desde el inicio de la pandemia han luchado por mantenerse en sus puestos aunque su salud y la de otros peligre, “porque si no nos morimos de COVID, nos morimos de hambre” y, las personas de escasos recursos que acuden a comprar, tampoco tienen opciones más viables que esa.

Hasta ahora, no ha habido una política estatal que permita que los vendedores informales migren a la formalidad y sean reubicados por completo. Ni hay condiciones para hacerlo, de hecho, el sector formal de la economía también migra a la informalidad por la voracidad fiscal y el alza de precios de servicios públicos, en medio de la paralización parcial de la economía por la alarma sanitaria. El Estado pierde el control por un lado, y lo ejerce de forma desproporcionada por el otro.

Farmacias de calle

Los revendedores ilegales de fármacos en la ciudad abundan desde hace al menos cuatro años. Sin embargo, conforme se dinamiza la compra-venta de dólares anclada a su precio en bolívares en efectivo, el negocio farmacéutico comienza a ser más lucrativo que la venta de alimentos, porque su precio es menos volátil en medio de la fluctuación del dólar. Y es un problema de salud pública grave que el Estado también decide ignorar.

Por unidad, por pastilla o blíster, los medicamentos se venden al día, con lo que le alcance a la persona, y las mesas del mercado de Chirica están más llenas que los estantes del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS) o el Instituto de Salud Pública (ISP).

Analgésicos, antibióticos, anticonceptivos, soluciones fisiológicas, antigripales, antihipertensivos, anticonvulsivos y hasta medicinas psiquiátricas, se revenden en las mesas dispuestas en la calle fuera del mercado de Chirica.

Son los toldos improvisados con lona o sábanas lo único que separa los fármacos del sol, el desgaste impide ver a veces hasta la fecha de vencimiento que está impresa en los blísteres. Aquí se consiguen los medicamentos entre los cien mil y 700.000 Bs. por pastilla, dependiendo del fármaco.

En las farmacias, ningún medicamento cuesta menos de un millón, y con frecuencia sobrepasan los 10 millones de bolívares, especialmente los antibióticos y anticonceptivas, y algunos antipsicóticos (que no se venden sin récipe). Muchas personas hace rato dejaron de comprar una caja de medicamentos, porque lo principal es buscar como alimentarse, de ahí que la única opción que les queda es comprar por pastillas cuando se necesitan.

“Me atrevo a decir que ganamos 30% más con esto que vendiendo comida, el dólar lo desbanca a uno”, dijo el dueño de un puesto de medicamentos que prefirió no identificarse.

En su mesa, figuran medicamentos psiquiátricos como la Risperidona, que por pastilla la vende a 400.000 Bs. cuando en la farmacia, dependiendo de los gramos se consigue entre los cinco, nueve y 14 millones de bolívares. O un frasco de ampicilina sulbactam (antibiótico), que en la farmacia está en 16 millones, y él vende en cuatro millones. “Todo se hace con tal de sacar efectivo”, dice.

En este tipo de negocios, la reventa de bolívares en efectivo con una ganancia de 100% o más, es el objetivo principal. Al negocio del vendedor anónimo llegó Lisbeira González, con media paca de billetes de 50.000 Bs. Le pidió una pastilla de Acetaminofén, una de Paracetamol y un Ibuprofeno. La cuenta le salió en 600.000 Bs. en efectivo.

“Para nosotros es más económico comprarlo de a pie y detallado. En la farmacia me puede costar mucho más”, dice la mujer de 53 años. Las pastillas que compró ese día son para su hijo de 25 años, que sufre de epilepsia y con frecuencia le da migraña.

González consigue la Carbamazepina (anticonvulsivo) en ese mismo puesto a 1.700.000 Bs. el blíster. Para asegurar el tratamiento de su hijo compra dos blísteres semanales, esta vez no lo compró porque aún le queda en casa. “Así es que lo puedo comprar, la vida de mi hijo depende de eso”, dice.

Mientras ella busca cómo costear el tratamiento en el mercado, su esposo vende chupetas para comprar harina y arroz.

En una situación similar está Mayira Rivas, agricultora de la vía a Caruachi, un asentamiento campesino a 35 minutos de San Félix. En sus manos lleva tres pastillas de Paracetamol y dos pastillas de Diclofenaco potásico compradas en el mismo puesto del vendedor anónimo.

Allá fue a parar Rivas porque su esposo se contagió de paludismo por segunda vez y la espera en casa hirviendo de fiebre y con dolor de cabeza. “Absolutamente todos estamos sobreviviendo al día”, dijo.