jueves, 28 marzo 2024
Search
Close this search box.
Search
Close this search box.

Belice tiene miedo

DE MIGRANTES A REFUGIADOS: EL NUEVO DRAMA CENTROAMERICANO
Texto Alternativo imagen

1

Poli bueno, poli malo

Aporreó el escritorio con sus manazas de boxeador y me miró fijo a los ojos:

—¡Soy el detective Chuc!

Luego se quedó esperando una respuesta –como si hubiera algo que responder a aquello– con las manos apoyadas en el escritorio y con la mirada más intimidante que consiguió ejecutar.

La presencia del detective Chuc llenaba hasta el último rincón de aquella oficina apretujada, llena hasta el copete de cosas, papeles, polvo, que parecían haber estado ahí desde siempre. La oficina está en el segundo piso de la estación fronteriza de Benque Viejo, a la que la policía beliceña nos llevó para interrogarnos, luego de detenernos cuando tomábamos fotos a orillas del río Mopán.

—Buenos días, detective, somos periodistas de El Salvador, mi nombre….

Y contamos, por tercera vez, lo mismo: que éramos periodistas, que estábamos haciendo una investigación sobre centroamericanos que se refugian en Belice y que caminábamos a orillas de aquel río porque sabíamos que por ese río atraviesan muchos indocu…

—¿Y tienen permiso para eso? —interrumpió el detective Chuc, siempre con sus manos en el escritorio.

—Tenemos visa, estamos legales en Belice y ese lado del río es de Belice, así que pensamos que es legal caminar por ahí.

La placa de un agente de policía en la oficina donde trabaja el detective Chuc. ALMUDENA TORAL / UNIVISION

—Para tomar fotos y para hacer reportajes, ¿tienen permiso? —volvió Chuc.

—Belice no requiere visa especial a periodistas —respondió Víctor, el fotoperiodista.

—¿Quién les dijo eso?

—La funcionaria de la embajada de Belice en El Salvador.

—¿Tienen un documento de eso?

—¿Cómo vamos a tener un documento que diga que no se necesitan documentos?

Y el detective Chuc volvió a hundir la mirada en nuestros pasaportes, con una ira teatral. Entonces decidí jugarme la carta del respeto a la libertad de prensa, anuncié que aquella situación me parecía un agravio y rematé probando: “Bueno,si no saben decirnos qué delito hemos cometido, ¿por qué nos han arrestado?”. El sargento George Ayala, que había estado sonriente en un rincón de aquel cuartucho, jugueteando con el cuchillo que me habían decomisado, se puso sus lentes oscuros antes de responderme con una sonrisa: “¿Quién les ha dicho que están arrestados?” Esta es la mía, pensé: “Entonces nos vamos de aquí ya mismo”. Pero el sargento George Ayala me detuvo con un gesto: “No están arrestados: están detenidos”. El detective Chuc, hombre de menos palabras, se limitó a cerrar nuestros pasaportes y se largó de la oficina con ellos.

El sargento George Ayala quedó sentado en su rincón, jugueteando con mi cuchillo, con la sonrisa del vencedor en la cara e intentando no salirse de su papel de poli bueno: “Él tiene que investigar si no son espías, ustedes tranquilos”. Y nosotros nos fuimos acomodando en nuestras sillas cada vez más intranquilos.

Sin saberlo, fuimos detenidos por miedo. Por un miedo que todavía no conocíamos y que comenzamos a intuir en aquella oficina. Belice tiene ratos sabiéndose rodeado de vecinos enloquecidos y temiendo que hordas de centroamericanos machacados toquen sus puertas en busca de refugio, como ocurrió más de tres décadas atrás. Belice tiene miedo de que esos centroamericanos sean portadores del virus de la locura y el miedo, se sabe, suscita reacciones diversas: ora una avalancha de burocracia, ora un alcalde que tortura con toques eléctricos a sospechosos de ser pandilleros, ora salvadoreños despotricando contra salvadoreños, por ser demasiado salvadoreños.

El sargento fue la primera persona en nuestro recorrido por Belice en pronunciar sin rodeos la nuez del asunto: Belice, los beliceños, él y la patrulla fronteriza que dirige tienen miedo de que sus vecinos infectados les vayan a pegar a ellos eso de “las maras”, algo que –intuye- se parece a una sarna pertinaz que se expande a grandes pasos. “La mayor parte de gente que viene es buena; pero otros sólo quieren escapar de cosas que hicieron en sus países y vienen aquí a esconderse y a comenzar a reclutar gente”, dijo el sargento George Ayala, aunque admitió que no sabe mucho sobre el asunto y que no estaba seguro de haber tenido delante alguna vez a algún marero.


Una isla equivocada

Belice es un país. Aunque si uno lo googlea parezca un arrecife de coral, o una islita de náufrago con una palmera perfecta o un buzo gringo con la máscara puesta y la señal de la victoria en las manos, Belice es un país.

A pesar de que su capital, Belmopán, no haya visto nunca un atasco de tráfico, o un Mc Donald’s y conoció un semáforo por primera vez en 2017. Aunque el cargo de alcalde sea ad honorem. Aunque el Ministerio del Interior sea una oficina en el segundo piso de un edificio de oficinas, en cuya puerta se lee “Ministry of Home Affairs” en una página de papel bond pegada con cinta adhesiva, Belice es un país. Lo es aunque en todas sus monedas aparezca impresa la cara de una mujer que todavía vive y que es famosa por ser la reina –la reina– de otro país; aunque sea una enorme y exuberante selva tropical de casi 23,000 kilómetros cuadrados en la que cuesta encontrar a sus 380,000 habitantes; aunque su idioma oficial no sea el más hablado por los ciudadanos; aunque todavía en 1980 era colonia británica… Belice es un país. Uno muy bonito, por cierto.

Belice parece una isla cuyo destino fue flotar en el Caribe turquesa y terminar varada en América Central, tierra de repúblicas más o menos democráticas, donde es el único país en definirse como una “monarquía constitucional parlamentaria” y el único en reconocer a la reina Isabel de Inglaterra como su soberana. Es también el único cuya lengua oficial es el inglés, aunque la mayoría de sus ciudadanos prefieran hablar el día a día en kriol: una lengua criolla, cuyos orígenes se remontan al revoltijo lingüístico de los esclavos africanos.

Belice lleva a regañadientes eso de ser país centroamericano. Los beliceños llaman a sus vecinos indistintamente “spanish” o un lejano “centroamericanos”. En la guía turística gratuita que ofrecen en sus fronteras, describen a las poblaciones que conforman aquel país: los mayas, creoles, mestizos, garífunas, indios –de la India–, árabes, chinos, menonitas y centroamericanos; de estos últimos le dice al turista: “donde quiera que vayas escucharás hablar español, debido al gran número de personas provenientes de países centroamericanos que han migrado a Belice durante años, en la búsqueda de nuevas oportunidades y de un estilo de vida más pacífico”. En la búsqueda de un estilo de vida más pacífico. Palabras más o palabras menos, de entrada la guía turística oficial presenta a los vecinos como refugiados. Y tiene razón.