jueves, 28 marzo 2024
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De la brillantez

Más de tres siglos cautivando a todo el que la ve, La joven de la perla convirtió a de Jan Vermeer en “el maestro de la intimidad y del silencio”.

@ngalvis1610

El dicho popular “no todo lo que brilla es oro” puede contener muchas interpretaciones. Desde la destacada inteligencia de alguien hasta el más elocuente discurso. La iluminación que irradia un espíritu positivo al que le otorgamos aquello de carisma. En fin, todos nos hemos topado con ese algo especial que caracteriza a alguien y con lo que lo identificamos. No sólo vemos defectos, también nos encantamos con los atributos de los demás.

En lo material, tantas veces nos ha llamado la atención el atuendo y la prenda que alguien luce y que sólo esa persona sabría portar de esa manera que consideramos única. En muchas ocasiones sostenemos que hay gente que brilla con luz propia. No voy a negar mi constante interrogante a esa cuestión ¿Qué es? ¿Y de qué se trata? ¿Se nace con luz propia? ¿O se cultiva en el tiempo?

De lo que estoy seguro es de que no existen esos destellos de brillantez en los que ostentan el poder. Otro asunto es en el arte y en los artistas. Una gran cantidad de propuestas, de obras, de creaciones que han marcado pauta en la historia. Y no sólo por su alta carga estética, también su significado y lo que han significado en un momento dado.

Hoy voy a referirme a una que me ha fascinado desde el primer encuentro con su imagen. Conocida de varias maneras, por su composición, por los elementos que la definen, por la fama y popularidad alcanzadas. Lo que también le ha procurado comparaciones halagadoras. Por razones obvias, se ha convenido llamarle “La Mona Lisa holandesa” o “La Mona Lisa del norte”. Otros la conocen como “Muchacha con turbante”. Se trata de “La joven de la perla” (de 1665, aproximadamente), de Jan Vermeer, considerado su cuadro más relevante, y aunque se ignora la identidad real de la modelo, no se puede negar que se ha convertido en una de las obras más famosas de la historia del arte.

Esta obra nos lleva a mencionar un término poco citado en los textos de arte, a menos que se trate muy específicamente de la pintura holandesa del siglo XVII, “Tronie”, que significa rostro o expresión y se va a convertir en un género muy distintivo y diferente al tradicional retrato. Ya que consistía en la simple representación de la cara de un personaje desconocido, quien en la representación parecía no tener la mínima intención de ser retratado, es decir, no posaba para lo fines y además, el cuadro no se producía para demostrar la maestría de un artista.

Podríamos decir que Vermeer disfrazó a esta chica con un estilo oriental, lo que pareciera justificar el turbante, y le puso la famosa perla en forma de lágrima, un recurso propio de él y otras tantas veces utilizado y que aquí se convierte en el punto de atracción principal.

El artista se luce con una paleta exquisita, haciendo uso de uno de los pigmentos más costoso de la época, el azul ultramar, a sabiendas de que Vermeer no tenía la más desahogada situación económica. Una cuantiosa carga familiar, alrededor de 11 hijos y otra tanda de personal doméstico, entre los que se cuenta con la chica que pasará a la historia como la anónima más conocida.

Lo más seductor y lo que atrapa en el cuadro es esa sutil combinación del color y la mirada intimista con que la chica mira al espectador. Esto se debe al contraste entre un fondo muy oscuro y lo que se puede apreciar de la anatomía vestida de la modelo. La conjunción de estos elementos define una escena de clara espontaneidad, con el típico y transparente estado de tranquilidad característico de las obras de Vermeer.

Una escena impregnada de alegría, sus ojos reflejan esperanza y los labios conservan una forma muy tierna que le imprime armonía al conjunto. Pero lo que la hace, sobre todo destacable es la pericia del pintor al darle forma a la perla. No se restringió a un sólo trazo en blanco sobre un fondo negro. Sino que además de esta forma tan sencilla, perpetrada con excelente precisión, dibuja su brillantez y consigue convertir el cuadro en una obra de arte.

Más de tres siglos cautivando a todo el que la ve, La joven de la perla convirtió a su autor en “el maestro de la intimidad y del silencio”. Es un destello que ha traspasado los linderos del tiempo y de los cambios en la concepción de la belleza. Es la inteligencia pura al pretender mostrar el brillo de un objeto que se atreve a retar a la historia de la mirada de occidente y a condenar su reflexión a un punto único de atracción. Una perla que es adornada por una joven, quien se vuelve una silueta cargada de sensualidad y silencio, que evoca las luces del encantamiento.

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