jueves, 28 marzo 2024
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Cuando Terminator escriba poemas de amor

Sospecho que la incomodidad que genera la literatura robot es que con ella se desfigura una noción esencial sobre la cual se ha fundado todo juicio y valor artístico: el autor.

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Uno de los tópicos más usuales en la literatura de ciencia ficción consiste en representar el combate entre seres humanos y máquinas pensantes. Este argumento, que· se ha mostrado en infinidad de variantes, hace ver a los robots como amenazas que pondrían en riesgo la tranquilidad de la vida cotidiana, las relaciones sociales y la existencia de la humanidad toda.

Parece ser que esta amenaza ya no es un asunto de la ficción y se ha convertido hoy en un problema que ha comenzado a manifestarse en el desempleo, en la disminución del campo de acción de ciertas profesiones y en la desaparición de labores que, en las próximas décadas, serán ejercidas completamente por máquinas. Operadores telefónicos, ascensoristas, cajeros, taxistas, manicuristas, árbitros deportivos, narradores de noticias, contadores, arquitectos y un gran número de actividades se han visto en apuros por la automatización que pretende suplantar a los trabajadores de carne y hueso por los de tuercas y chips que no necesitan de vacaciones ni reivindicaciones salariales.

A la literatura también llegaron los robots y pareciera que aún no hemos hecho conciencia de sus efectos.

Algún fugaz revuelo causó la noticia aparecida hace un par de años en la que se daba cuenta de la publicación de un libro de poemas que lleva por título La luz solar se perdió en la ventana de cristal. Publicado en el 2017 por una editorial china, este poemario tiene por autor a Microsoft Little Ice, un programa de inteligencia artificial que había sido alimentado con cientos de sonetos de escritores de todo el mundo y que, luego de procesar toda esa información, pudo generar una gran cantidad de poemas, a una nada despreciable velocidad de un soneto cada quince minutos.

Muchos de esos poemas fueron difundidos por las redes sociales, sin mencionar la cualidad robótica de su autor, y los lectores nunca llegaron a cuestionar la calidad ni la subjetividad de los textos; solo recién descubierta la identidad del escritor, muchos poetas chinos, con desdén, señalaron que nunca un robot podrá igualar la espiritualidad y creatividad de los humanos.

Estas noticias como las del poeta Microsoft Little Ice no son inusuales. Por internet es posible encontrar varias reseñas acerca de obras narrativas y pictóricas de robots que han participado en concursos y que han llegado a conquistar el interés y simpatía de los miembros de los jurados humanos. Todo este asunto me hace recordar el famoso caso de Pierre Brassau, un pintor sueco que adquirió mucha relevancia en la década de los años sesenta, participó en salones, vendió varias obras y recibió elogios de la crítica; sin embargo, se descubrió que todo era una broma de un periodista para burlarse de las reseñas de crítica de arte y del sistema todo del arte moderno: el periodista develó que los cuadros habían sido pintados por un chimpancé. Pero de Pierre Brassau quizás hablaremos en otra ocasión.

Lo que ahora quisiera saber es la razón por la cual nos incomoda que un robot, o un animal, puedan crear una obra artística. ¿Cuál extraña fibra de nuestro interior se estremece al conocer la posibilidad de que el arte pueda ser un producto no humano? ¿Es posible leer una obra sin la necesidad de preguntarnos por su escritor?

Sospecho que la incomodidad que genera la literatura robot es que con ella se desfigura una noción esencial sobre la cual se ha fundado todo juicio y valor artístico: el autor. El poemario La luz solar se perdió en la ventana de cristal de Microsoft Little Ice nos hace ver que un autor no necesariamente es la persona de carne y hueso sino que, al decir de Foucault, se concibe como una función del discurso que se sostiene sobre sistemas jurídicos, comerciales, críticos, de propiedad, políticos y estéticos que se arremolinan en la obra y que nos obligan a leerla y entenderla de una determinada forma. Si un autor puede ser reemplazado por una máquina, comprendemos entonces con ello que la literatura es un enrevesado constructo de poderes, instituciones y prácticas que hace esfumar la romántica imagen del genio inspirado que elabora una obra original y única. La idea de una literatura robot lleva nuestros pensamientos a los límites y cuestiona nuestra realidad y sus costumbres.

Cuando Terminator llegue del futuro, y escriba poemas de amor, de seguro ahí comenzará nuestro verdadero apocalipsis.

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Dentro de la metáfora. Publicado por el Fondo Editorial del Caribe el año 2007, este libro de Carlos Yusti, que lleva por subtítulo Absurdos y paradojas del universo literario, es un ameno y asombroso recorrido por algunos autores, libros y sucesos de la historia de la literatura universal que parecen sacados de algún episodio de La Dimensión Desconocida o de Nuestro Insólito Universo. Ensayos sobre Santiago Key-Ayala y sus bibliografías sobre textos nunca escritos, Juan Antonio Navarrete presentado como nuestro Kafka colonial, y otros tantos sobre Salvador Garmendia, Juan Rulfo, Cortázar, Raymond Roussel, El Quijote de Avellaneda, entre muchos otros, convierten a este delicioso libro de Yusti en un furtivo vistazo hacia los secretos mecanismos que se esconden dentro de la metáfora que es la literatura.

Necesidad de historias. “Necesitamos desesperadamente que nos cuenten historias. Tanto como el comer, porque nos ayudan a organizar la realidad e iluminan el caos de nuestras vidas”. Paul Auster.

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