viernes, 19 abril 2024
Search
Close this search box.
Search
Close this search box.

Cuando la poesía se adelanta

La proyección de lo humano en la naturaleza, para bien o para mal, yace en el vértice del desequilibrio ambiental como problema. Pero este nexo no es visible dentro del discurso ambientalista.

Ha habido suspicacias hacia el discurso del cambio climático. Razones hay, de lado y lado, escépticos por un lado, formadores de conciencia por el otro. Cada grupo crea su mensaje, y los esfuerzos se juntan. Razones científicas, económicas, políticas se han esgrimido, pero aún continúa la indiferencia y la duda sobre si la amenaza del calentamiento global será tan real como la pintan.

Hace unos dos años llevé una ponencia a la Unexpo, Puerto Ordaz, sobre cómo la generación de poetas románticos en tiempos de la revolución industrial habían advertido el peligro que significaba alejarnos de la naturaleza. Sabían ellos muy bien hacia dónde se dirigía la historia y sobre los efectos de esa revolución en la conciencia y el espíritu humanos. Fueron ellos exploradores de las grandes preguntas filosóficas que iban surgiendo a la par del conocimiento científico. Estaban los poetas agobiados por el enrarecimiento del aire, los trabajos humillantes en medio de la contaminación y las peores condiciones de trabajo. Giraron ellos su atención hacia la naturaleza, no por capricho, sino porque sabían demasiado bien que estábamos dejando atrás la sustancia de nuestros días, y que debíamos regresar a ella. No es casual que en el siglo 19, ser naturalista era una actividad muy respetada.

A diferencia de la generación de los poetas románticos o la actual, no siempre la gente ha podido percibir de cerca el deterioro de la vida a su alrededor. Muchos de esos procesos nefastos pueden ocurrir tan lentamente, que en la corta vida humana no son éstos suficientemente perceptibles. Desde los inicios de la agricultura y la civilización, la desaparición de bosques y su impacto en el caudal de los ríos, el ecosistema y el clima en general, fueron eventos no juzgados en su justa dimensión. Por ejemplo, se sabe que muchos desiertos han sido producto de la actividad humana por siglos o milenios. Sin embargo, este empobrecimiento de los ecosistemas llega a ser preocupante cuando son visibles y palpables sus consecuencias. Sólo una generación que es testigo y sufre esos desequilibrios, como lo fue la generación de la Europa de los siglos 18 y 19, pueden hablar desde la conciencia. En la Venezuela de hoy, basta con el antes y el después de muchas costas, bosques y lechos de ríos para saber, que el proceso de deterioro es, además de vertiginoso, criminal.

La respuesta de los poetas románticos y modernistas de los albores de esta era tecnológica fue la de apostar a un modelo de ser humano. Schiller, Novalis, Coleridge, Shelley, Blake, Wordsworth, Baudelaire, todos ellos se adelantaron a su época. Algunos de ellos asumieron el ateísmo y se lanzaron al vacío sólo para hacernos saber de sus miedos, carencias y excesos. Giraron su sensibilidad hacia la naturaleza al punto de que han sido considerados panteístas. Apostaron a la nada y al todo y vivieron esa pasión desde una racionalidad que los rodeaba sin tregua. Exploraron, vivieron, amaron, se equivocaron, festejaron la vida. Nos dejaron su quietud como invitación a escuchar el silencio. Baudelaire nos reveló el poder de las correspondencias: como es arriba, es abajo. Como es afuera, es adentro. Dos y uno. Ser humano y creación.

La proyección de lo humano en la naturaleza, para bien o para mal, yace en el vértice del desequilibrio ambiental como problema. Pero este nexo no es visible dentro del discurso ambientalista. Los movimientos verdes que buscan restablecer el balance perdido han optado el camino de búsqueda del poder social y político, un músculo que permita revertir los males.

Hay guerreros en este movimiento, y por mucho que sus discursos puedan disgustar a algunos, hay que reconocer la importancia del impacto en la calle y en la opinión pública. Aun así, el campo de los mensajes políticos está normalmente minado. Comprensible como pueda parecer, reducir la lucha ambiental a una tendencia política, trae confusión y es contraproducente.

En tiempos cuando la desconfianza y la sospecha son tan generalizadas, es un reto transmitir un mensaje genuino. Por una parte, los argumentos científicos en general han sido atacados desde quienes desean destruir la verdad, y también han sido afectados por quienes han vendido su ética en tiempos de una academia subyugada. Por otra parte, los argumentos izquierdistas contra el capitalismo como causante del desastre ambiental, también generan dudas. Por ejemplo, en este país hemos vivido que cuando la izquierda militarista ha usado la pobreza como bandera, no ha sido para resolverla, sino para profundizarla. No somos tampoco los únicos con una percepción similar. Desconfiar es comprensible, pero también hay que insistir en el amor hacia la naturaleza, porque sí hay verdades y gente con un interés genuino por la protección ambiental.

No se puede olvidar, como comenté al inicio de este artículo, que en el mero centro del problema está la percepción del individuo. Dejando de lado a quienes son egoístas y no pueden ver más allá de sus narices, están los individuos que no podrían entender el discurso sobre el desequilibrio ambiental. Por ejemplo, quien ha vivido en los ranchos de Caracas por generaciones, no saben qué han perdido, ni cómo era vivir en esos cerros y montañas cuando el verdor de sus bosques y el agua de sus quebradas bajaban raudas para desembocar en el río Guaire. Han sido ellos no sólo despojados del sentido inmenso de la creación, sino también han sido marginados de la cultura que los rodea, he allí la clave de la gran desigualdad que han padecido. Una tragedia humana. Si un poeta como William Blake, quien perdía el sueño ante el deterioro espiritual y de las condiciones de vida de la Londres de su época, hubiese conocido los ranchos de Caracas, se le hubiese atascado la garganta. Él clamaba por el papel de la imaginación en nuestra percepción y raciocinio y sabía muy bien lo que yacía en el alma humana.

A mediados de los años 90 yo dicté un taller de poesía en el Pedagógico de Caracas y allí conocí a una estudiante quien vivía en uno de esos barrios por la autopista Caracas-La Guaira. Ella me decía: ¿y de qué me sirve la poesía? Lo veía ella como un discurso de clase alta. Yo le respondía que no: “Para muchos místicos la poesía era el idioma de los ángeles”. Aun así me fui preocupada a casa, conversé con mi padre y le dije sobre el caso de la estudiante. Mi padre me respondió: “Ella es quien más necesita a la poesía”. Como diciendo: “¡Insiste, anda y haz tu trabajo!”.

Ahora es cuando más la necesitamos todos.