Gadamer, en un texto de 1971 titulado La incapacidad para el diálogo, rememora una curiosa anécdota de sus tiempos de estudiante. Cuenta el autor de Verdad y Método que mientras asistía a clases de Fenomenología, dictadas por el profesor Husserl, éste inició la clase con una pregunta general dirigida al auditorio. Tras recibir una breve respuesta de uno de los estudiantes, Husserl dedicó dos horas, en un monólogo ininterrumpido, a analizar el fugaz comentario. Al finalizar la clase, y mientras abandonaba el salón, el profesor Husserl le dijo satisfecho a su ayudante Martin Heidegger: “Hoy ha habido un debate muy animado”.
Hay quienes entienden el diálogo como una práctica para hablar y ser escuchado, pero nunca para oír y tratar de entender las razones del otro. Como en el monólogo ininterrumpido de Husserl, queremos hablar como si nuestros argumentos fuesen los que poseen también los demás, asumiendo la fantasiosa idea de que todos pensamos lo mismo y actuamos guiados por los mismos valores. Gadamer, por el contrario, entiende el diálogo como una práctica en la cual los interlocutores deben tener una sensibilidad de apertura para realmente escuchar al otro, pues en el intercambio de ideas, en el contacto de las visiones individuales y contrarias, solo así la conversación logrará ser una verdadera fuerza transformadora.
Lo opuesto al diálogo no es el silencio, sino el desencuentro, la falta de comprensión que conlleva a la ausencia de la condición humana misma. Sin el diálogo no existe posibilidad de que cuaje sociedad alguna y el resultado de tal descalabro no es sino el de la anomia. Quien habla sin oír, vive para sí, cual Robinson en una isla desierta, animalizado, sin un Viernes con el cual poner a prueba sus ideas y así enriquecerlas. Quizás como causa, quizás como efecto, los problemas del lenguaje tienen un estrecho vínculo con las condiciones de la realidad social.
No por casualidad la representación de la falta de diálogo ha sido tema común en la llamada literatura distópica. A diferencia de la utopía, en la cual se ejercita la imaginación de una sociedad armoniosa y justa, donde todo es felicidad, convivencia y sosiego, en la distopía los problemas sociales se exacerban al límite, al punto del quiebre de toda vida racional, y se presentan como una advertencia de lo que podemos llegar a ser si no prestamos atención a las consecuencias de nuestras acciones presentes.
Famosas obras de la literatura distópica, como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1949) de George Orwell, Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess, entre otras tantas, construyeron la imagen de un futuro sin fe y sin esperanza, una sociedad desgajada, infestada por el caos, en la cual el tema de la incomunicación se presenta como un síntoma permanente de la debacle. En este tipo de ficción abundan los personajes cuyos nombres han sido sustituidos por números o iniciales, y el lenguaje que emplean, breve, impreciso y de escaso repertorio, cual gruñido, es quizás un débil escudo para defenderse del temor y la desconfianza que se tiene hacia los demás. En una sociedad distópica es imposible el encuentro y el diálogo, y el lenguaje, mero instrumento fáctico, se emplea solo para satisfacer necesidades básicas.
Existe un breve relato de Franz Kafka que puede servirnos como aproximación simbólica a este tema de la incomunicación. El texto, que no supera las 300 palabras (quizás la brevedad sea otra forma de representar la clausura del diálogo), lleva por título Una confusión cotidiana y es la historia de un angustiante desencuentro. Dos personajes, llamados A y B, deben reunirse para cerrar un negocio en H y no se dan cuenta de que se han topado ya varias veces en el camino. Ensimismados en sus asuntos, cada uno sale al encuentro del otro y las circunstancias y la sordera lo impiden.
Una confusión cotidiana puede ilustrar como ningún otro texto los pormenores de nuestra trágica realidad venezolana. De una utópica “ilusión de armonía”, que asumía una ficticia convivencia pacífica y justa entre los distintos sectores de la sociedad, pasamos a una distópica “desilusión de desacuerdo”, que a la fuerza amuralló a la sociedad y la enfrentó como enemigos a muerte. Este perenne vivir sin diálogo, a veces por ignorancia, a veces por imposición, ha sido el leitmotiv de nuestra historia.
Hemos sido una sociedad que habla, pero a la que le ha costado saber escuchar.
Otras páginas
– La edición como práctica ética. Quienes den un vistazo al libro Documentos para la historia de la resistencia. Pérez Jiménez y su régimen de terror, encontrarán una nota que despertará de inmediato la curiosidad de los lectores. El libro de denuncia, editado por José Agustín Catalá, muestra en la página de créditos la siguiente advertencia: “De esta edición se ha hecho un solo ejemplar numerado, destinado al general (r.) Marcos Pérez Jiménez”. Esta curiosa y valiente nota, puesta en un libro que exhibe el horror y los crímenes de la dictadura, reafirma la práctica de la edición como un acto de ética.
– La primera revista literaria. Afirma Mirla Alcibíades que La Flor de Mayo, publicada en Caracas en 1844, es la primera revista literaria hecha en Venezuela. Otros investigadores han señalado a La Oliva de 1836, La Guirnalda de 1839 o El Liceo Venezolano de 1842 como las que inician este tipo de publicación en nuestro país. Sin embargo, Alcibíades las considera como antecedentes de revistas culturales, pues incluyen otro tipo de información, más allá de la exclusivamente literaria.
– Reconocerse en la obra. “En general, la gente que compra libros no se guía por el mérito literario de una novela. Quiere una historia entretenida para el avión, algo que los cautive desde el principio, que los absorba y los impulse a girar la página. Esto, a mi juicio ocurre cuando los lectores reconocen a los personajes, su comportamiento, su entorno y su manera de hablar. Una manera de que el lector se sienta dentro de la novela o el cuento es que oiga ecos muy fuertes de lo que vive y piensa”. Stephen King, 2000.