jueves, 28 marzo 2024
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La traducción o cómo convertir naves en vegetales

Un traductor es un mercader de palabras e ideas. Es quien posibilita el intercambio entre las culturas y hace realidad aquella biblioteca infinita soñada por Borges.

@diegorojasajmad

En el periódico caraqueño el Diario de Avisos, del 23 de junio de 1855, salió publicado un polémico e inusual anuncio que alteró la tranquilidad de la ciudad y generó un abundante repertorio de rumores y comidillas. El texto, firmado por Federico Madriz y G.J. Aramburu, propietarios de la Imprenta y Litografía Republicana, alertaban acerca de la circulación del libro El civilizador o historia de la humanidad por sus grandes hombres, cuyo autor era el famoso escritor francés Alfonso de Lamartine. El texto, traducido e impreso por el Almacén de José María de Rojas, fue elaborado simultáneamente a una traducción e impresión del mismo libro hecho por Madriz y Aramburu. Un mismo libro, dos ediciones distintas, circulaban en la capital venezolana de mediados del siglo XIX e incitaban a una guerra comercial por la conquista de lectores.

El argumento que encontraron Madriz y Aramburu para desacreditar la edición de José María de Rojas, y para que el público terminase eligiendo la suya, fue poner el acento en la calidad de la traducción. El aviso publicado es claro en este aspecto y bien vale la pena leer un fragmento del mismo:

“Habiéndose conseguido un número suficiente de suscripciones para poder llevar a término la publicación de la traducción de toda la obra de Lamartine, o sea El Civilizador de acuerdo con el original francés en lo que hasta ahora se ha publicado en Francia, los editores en la Imprenta y Litografía Republicana no dudan que el público le dará su verdadero mérito. En la imprenta del señor José María de Rojas se ha publicado ya en la primera entrega la biografía de Homero. En la misma biografía, en el original francés, en la página 174 del primer tomo, línea 6.a se lee lo siguiente: Célebre por ses vaisseaux. Traduce el doctor Rojas en la página 7 de su primera entrega, líneas 20 y 21: Célebre por sus vegetales, debiendo ser Célebre por sus naves. En la misma página del original francés, línea 16 se lee: Guide ou règnent les orages, traduce el señor Rojas en la misma página 7, línea 28: Guido donde vienen las naranjas; debiendo decir: Guido donde reinan las tormentas. ¿Qué dirá Lamartine cuando sepa que en la capital de Venezuela convierte el señor Rojas los navíos en vegetales y los rayos y centellas en naranjas?”.

El aviso culmina con una invitación al público caraqueño, y al mismo José María de Rojas, a consultar el original francés que se encuentra en la Imprenta y Litografía Republicana. Dos días después, en el mismo diario, Rojas publica un aviso burlándose de la crítica de Madriz y Aramburu, anunciando que pronto daría respuesta sobre el asunto. Nunca apareció la respuesta prometida.

Esta curiosa anécdota ocurrida en la Caracas de mediados del siglo XIX nos hace evidente, en parte, un complejo y dinámico sistema editorial de traducción que permitía a los venezolanos leer casi de manera inmediata las novedades literarias que surgían del otro lado del mundo. Mucho podría asombrarnos el saber que las obras francesas, las de Lamartine, Víctor Hugo, Alejandro Dumas padre e hijo, o Eugenio Sué, entre otras, tenían a los pocos meses su versión venezolana. En 1845, por ejemplo, circuló en París El conde de Montecristo. En Caracas apareció su traducción, un año después, de la mano del poeta Simón Camacho. La labor como editor y traductor del valenciano Juan Antonio Segrestáa, por mencionar otro destacado ejemplo, fue de una amplitud e importancia considerables y aguarda por un cuidadoso estudio.

Ha sido poco el interés por una historia de la traducción literaria en Venezuela. Aunque son conocidos, y citados como proezas inusuales, los trabajos de traducción realizados por Andrés Bello, Lisandro Alvarado o Juan Antonio Pérez Bonalde, se desconoce la práctica de los traductores como parte del entramado editorial de la Venezuela de los siglos XIX y XX.

Más allá del asunto del comercio y la promoción del libro, es interesante revisar aquí el tema de la traducción y su importancia en la historia de la literatura. Un traductor es un mercader de palabras e ideas. Es quien posibilita el intercambio entre las culturas y hace realidad aquella biblioteca infinita soñada por Borges. A pesar de las férreas advertencias divinas, un traductor habita con comodidad la torre de Babel y teje la gran red dinámica que es la literatura. Tan importante es la labor de los traductores que basta nomás recordar la influencia de la llamada escuela de traductores de Toledo, en el siglo XIII, que supo servir de vaso comunicante entre la cultura árabe y la occidental, trasladando las obras de la literatura clásica grecolatina de la lengua árabe y hebrea al latín y a las nacientes lenguas vulgares. Tiempo más tarde, este proceso de intercambio y recuperación dio un impulso vigoroso al renacimiento.

Recuerdo haber hojeado alguna vez una colección de libros, realizada en la década de los ochenta y noventa del siglo XX por Monte Ávila Editores, como producto de talleres de traducción. Cuando despertemos de esta pesadilla que nos agobia, esa sería una de las tantas tareas por recuperar y emprender: traducir para leer al mundo; traducir para que el mundo nos lea.

Otras páginas

– El poder de la censura. Libros a los que pudiéramos considerar inofensivos, leídos por niños y jóvenes, son víctimas hoy día de censura y prohibiciones que parecen inexplicables y absurdas. Harry Potter, Alicia en el país de las maravillas, Las aventuras de Huckleberry Finn, Charlie y la fábrica de chocolate, entre otras, se juzgan en algunos países por razones religiosas, educativas o de racismo. El poder de la censura tiene razones que solo las pesadillas de su sinrazón conocen.

– Otra sobre poder. En cierta ocasión, el gobierno de Guzmán Blanco organizó un concurso literario, con un sustancioso premio en metálico, para presentar un poema que desarrollase el tema “el poder de la idea”. Muchas obras participaron y, al final, el jurado decidió por unanimidad elegir como ganador el poema enviado por Francisco Guaicaipuro Pardo. En su poema, Pardo elogia a los grandes pensadores de la historia, entre ellos al científico Galileo Galilei. Guzmán Blanco, luego de la leer la obra ganadora, y al darse cuenta de que no se le menciona, ordena airadamente a su secretario: “Díganle a Pardo que le cobre el premio a Galileo. Eso es para que tenga idea del poder, ya que tan bien enterado está del poder de la idea”.

Sin esperanza y sin desesperación. “Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré esa frase en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio… Entonces tendré al menos esa ficha escrita”. Raymond Carver.

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